miércoles, 19 de septiembre de 2007

ESTE FUTURO YA LO VIVÍ

Agamenón se acercó al ventanal y volvió a pensarlo. Esa noche de agosto prometía ser interminable, consecuencia lógica del insomnio convocado por unas cuantas bebidas energizantes. Abarcó con su mirada severa el espectáculo que desde allí se desplegaba sin fronteras. Los fundadores de la ciudad habían desistido de buscar al absoluto, y debido a esa postura metafísica no existían elevaciones de ninguna clase: ni rascacielos, ni edificios, ningún obelisco, ninguna cúpula o antena; las corrientes eran controladas desde lo subterráneo, verdadero centro vital de ese planeamiento urbano. Todo era horizontal, secuencial, sutilmente aplanado. Los resultados de una estética exquisita programada con meticulosidad. Nada se había perdido, y nada resultaba excesivo. Quizás la razón de todo era que Dios se había hastiado de su propia histeria, condenándose en su omnipotencia caprichosa a aniquilar cualquier mecanismo de seducción y atracción hacia su esfera. Aquellos hombres sabios, duros y prácticos, lo habían entendido bien, sin recurrir a oráculos ni pociones.
Desde algunos rincones estratégicamente ubicados del loft le llegaba el sonido de la lluvia reproducido electrónicamente. Una invitación constante a la meditación y al reposo. Algo que empezaba a detestar y considerar como una intromisión en su hermético y particular mundo. Repitió con lentitud su propio nombre, regodeándose en cada letra, y una sonrisa mordaz cruzó cual saeta su rostro viril y compacto. El que disfrutara del deletreo tenía una justificación filológica: el griego era una lengua que podía, aún hoy, ufanarse de una riqueza morfológica insuperable. "Agamenón, el ensimismado", solía decirle su madre. ¡Qué ironía y qué silogismo perfecto! Su nombre remitía a una cultura extraña y exótica, que lo dejaba fuera de lugar. Siempre sintió que no encajaba. Un excéntrico, la excepción, jaque mate a los paradigmas. El elemento exuberante en un desierto que era la síntesis perfecta entre un pitagoreísmo tardíamente refinado y un minimalismo zen que dominaba la vida cotidiana de los habitantes de la ciudad. La parquedad y la equidad ascética era lo que se imponía. Y, a la vez, cierta atmósfera de dilatación infinita (una obra digna de admiración).
Suspiró, conmovido. Un golpe de aire frío entró en la habitación despojada, erizándole la piel. Se entregó sin reservas al disfrute de esa sensación. Era éste un ejercicio al que se obligaba cada día, un hábito resultante de muchos años de estudios y prácticas alquímicas realizadas en la clandestinidad. Tal ocupación constituía su orgullo, su pasión, sus domésticos actos subversivos. Sentir y percibir se habían convertido, en el momento histórico actual, en una apostasía imperdonable. Una degeneración de la especie. Para él, que siempre se movía con elegancia en las fisuras del orden establecido, eso era el oasis elegido. Había sido el propio maestro de su cuerpo y de su espíritu, y estaba seguro de que lo suyo sería tildado de aberración pedagógica. Desde hacía varias décadas venía llevando a cabo el experimento, contradiciendo los cánones de la ciencia, en su carne y su alma. La meta de un cosmos reservado, hecho de jirones de lecturas caóticas y compulsivas, prohibidas por su desafío a toda medida. Afán de ebriedad, de desmesura, de exorbitancia, de desborde. Irracionalidad, evocación báquica de la vida. Lo que impedía el sueño, comprimiéndolo en una cordura que no aceptaba y hacía asfixiante la existencia.
Al amanecer de ese día, que ya declinaba, se había despertado con la convicción de que había un solo modo de terminar con todo. Su radicalismo extremo se había mantenido oculto por mucho tiempo, y ya era hora de ejecutar el acto final, de presentar abierta (muchos dirían grotescamente) el poder de lo simbólico (eso, que exige interpretación). Decidir, decidir: su obsesión. Ya no resignarse a los designios del sistema. Nunca más este resentimiento desde los márgenes. Basta ya. Basta.
Lunático, viscoso, tan matemáticamente preciso, el líquido inundó su mente, su corazón, violentó las arterias y lo llenó de añoranza, de estupor, de ansiedad bélica. Todas esas guerras ancestrales yacían ahora en él, carcomían sus pulmones y su hígado, como acrobacias, como el buitre obediente a su cometido de verdugo. Volvió a escuchar la voz que lo acompañaba desde su infancia, esa que sólo en sus oídos resonaba, la música del pasado gimiente que lo llamaba a la liberación...
Ahora verás y entenderás de una vez por todas, falta poco, aguanta en tu desesperanza. Camina por los clavos, faquir romántico e insolente. Hazlo, aunque estés narcotizado. Aquí no hay treguas, ni banderas blancas, ni prescripción alguna. Conjúrate contra toda absolución, abraza todas esas magras ilusiones hasta amarlas sin pecado, abusa de las lágrimas, chilla y mira a los ojos de lo que deseas, frente a frente, hasta que se te nuble la visión. No te rindas. Al fin, te será dada, más allá de los residuos y los padecimientos, en clave de poesía, la eternidad impalpable.

8 comentarios:

Asterion dijo...

¡Esas voces! Encima con trastornos y síntomas...

GISOFANIA dijo...

y no hay sordo más necio que aquel que insiste en oir sus propias tiranas obsesiones

LORD MARIANVS dijo...

¿Era malbec lo que mezcló con el speed, no?

GISOFANIA dijo...

sh! no se convierta en delator ¿sabe lo que costó camuflarse en el atormentado ése?

Livio dijo...

Por un momento me sentí Dios,creo que me desilusionó un poco ser simplemente Agamenón.

GISOFANIA dijo...

te sentiste Dios por lo de la histeria?
si es así... ¡aguante la desilusión!

Livio dijo...

No. Por la historia

GISOFANIA dijo...

qué raro. si hay algo atractivo de la divinidad es que la historia le es absolutamente ajena.

vos sos un poco extraño... ¿lo sabías?