Por la misma insípida ruta de siempre atravesé conventillos desvastados, calesitas herrumbradas sin música de organillo, paradas de autobuses, equinoccios.
La locuacidad que alguna vez fue motivo de protagonismo en actos escolares quedó archivada en los anaqueles altos de la nostalgia, en soporte magnético, a salvo de las envidias adultas y el miedo adolescente al ridículo.
Sinuosamente, como en una exclamación cósmica saboreada de antemano, el hastío hace barricadas con mis tendones, de arriba abajo durante el trayecto a la oficina.
Por ahí, una cisterna compasiva me hace señas, con su carga de frescura y hondo remanso.
Por acá, la acedia intrigante, desértica, implacable, frígida, acosa mis sueños trashumantes hasta sofocarlos.
El paisaje de todos los días se me va desfigurando delante de la ventanilla.
Los signos tardíos de la estación más cruel del año eclipsan la omnipotencia de los verdes, volviendo todo de gris cemento.
¿Desde dónde han partido estas nubes cenicientas? ¿Desde el horizonte o desde los escombros de mi solitariedad apesadumbrada?
Metástasis invernal de los pesares.
2 comentarios:
Cuidado!
Atravesar un equinoccio trae mala suerte
Me gustó el texto
En sus ciclos, los inviernos acumulan tristezas que no siempre derrite la primavera.
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